Es ella, no hay duda. Poco importa que nunca antes la haya tenido enfrente. Menos aún el hecho de no saber siquiera su verdadero nombre. Pero ocasiones hay en que la realidad se viste de certeza, y esta, lo tiene claro, es una de esas veces. Extraño, sorprendente, inexplicable… sí, todo eso y más, ¡pero es ella!
El desconcierto lo pasma un momento, como ocurriría con cualquiera en tales circunstancias, pero en cuanto el cerebro reanuda sus funciones –o en cuanto él supone que eso ha ocurrido– tiene un impulso feroz de abordarla. Ha dado ya los primeros pasos cuando frena en seco: ¿qué se supone que le diría cuando la tuviera al alcance? “Hola, tú a mí no me conoces, pero yo llevo más de 10 años soñando contigo”. Y, como si no hubiera sido ya suficiente el ridículo, rematar con el consabido “mucho gusto”.
Pero es cierto: la primera vez que Daniela había aparecido en sus sueños, él cursaba todavía la preparatoria. Entonces era solo “ella”; carecía de historia y, por tanto, carecía también de nombre. Luego sus apariciones se hicieron recurrentes. Volvía cada dos o tres semanas; o cada tres meses, o seis, incluso, pero volvía, y él no podía más que sucumbir a sus encantos. Fue al cuarto o quinto encuentro cuando se le ocurrió que debía llamarla de algún modo, y Daniela es un nombre que le ha gustado siempre.
Con el correr de los años había conocido cien versiones de Daniela: la había admirado en un vestido rojo y entallado que la hacía lucir despampanante. La había visto también con playeras viejas, de esas que se usan para quedarse toda la tarde en casa. En ropa deportiva, en traje de baño, en pijama y hasta con un disfraz de bruja que, pese a todo, no había afectado, de ninguna manera, su singular belleza. Como nunca la había visto, ni había imaginado siquiera que fuera posible verla, era despierto.
Pero ahí está, y es de carne y hueso, y se ve aún más hermosa que en cualquiera de sus pasajes oníricos, incluso aquí, en pleno tianguis, pidiendo una pechuga y un kilo de muslos a quien le atiende en la pollería. Qué familiar le resulta esa mirada chispeante, de ojos amielados y pestañas largas; esa piel morena, casi brillante de tan fina y bien cuidada. Esa cabellera ondulada, que a ratos descansa sobre los hombros, y a ratos, también, los esquiva buscando el vacío. ¿Quién, fuera de ella, puede verse radiante teniendo como telón de fondo un montón de pollos desplumados y sin pescuezo?
Él no, por supuesto. Después de una rápida mirada sobre sí mismo, tiene esa triste sensación que lo invade en los probadores de ropa, cuando, junto a la camisa que se mide, la que traía puesta se revela como vejestorio. La desvelada y los tequilas de horas antes le maltratan la cabeza mientras encuentra un par de agujeros en la playera que usó también para dormir.
Para entonces, la mujer de sus sueños ha pagado la compra y él tiene que pararse de puntas para no perderla de vista mientras se adentra por el pasillo de las verduras. ¡Pero no se puede quedar ahí parado, viendo cómo se aleja, hasta no saber más de ella! Daniela, o como en realidad se llame, avanza sin detenerse a preguntar el precio de la sandía. Ignora a quien le extiende una rebanada de mango para que confirme que está en su punto y sigue su camino hacia la salida del mercado.
Él, entonces, siente un golpe en el pecho ante la posibilidad de no volver a verla. Acelera el paso queriendo alcanzarla sin dejar de pensar en los hoyos de su playera arrugada, en sus ridículos Crocs verdes y en lo absurdo que se oiría cualquier cosa que pudiera decirle, si la abordara. Pero ahí va, tras ella, porque no puede resignarse a simplemente dejarla ir. “¡Daniela! –grita desesperado– ¡Daniela!”, pero ella sigue su camino sin darse por aludida.