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Foto del escritorRodrigo Pérez Rembao

El día que se mueran

Actualizado: 14 sept 2022


Crecí convencido de que, en la vida de un perro, cada año equivalía a siete en la mía o en la de cualquiera de mi especie. No hace mucho encontré, sin embargo, que esto no es más que un gran mito, y que para entender mejor la edad de un chucho, lo más sensato es averiguar las expectativas de vida correspondientes a su raza. Se sabe, por ejemplo, que los Schnauzer miniatura viven entre 12 y 14 años en promedio. Lucho cumplirá 10 en unas semanas, lo que significa, según las estadísticas, que está por cubrir cinco sextas partes de su vida. Más o menos. A su favor puedo decir que hasta el momento no ha tenido ninguna enfermedad crónica y que se sigue mostrando tan vigoroso como cuando tenía seis meses. Con algo de suerte, no veo difícil que supere el rango establecido por las probabilidades.

Pero, más allá de especulaciones, mi punto es este: no hacía mucho que había dejado de ser un cachorro, cuando sentí por primera vez aprensión por su muerte. Lo que nunca había pensado por alguien (humano, se entiende) lo pensé por esa criaturilla a la que llevo años recogiéndole las cacas en la calle: “Me va a poder cuando se muera Lucho”, le dije aquella vez a Xóchitl, mi esposa. Así, de la nada, sin razones a la vista para albergar tales ideas y emociones. “Claro, ¡a mí también! –sumó ella–, ¿pero eso a qué viene ahora?”.


Supongo que lo pensé entonces y lo he seguido pensando de manera recurrente al dar por hecho algo de lo que no debería estar tan seguro: que estaré vivo cuando eso suceda. Bajo esa misma lógica, vuelvo a suponer, no me ocurriría lo mismo con un hijo, si existiera, porque “la ley de la vida”… pero no sé, en realidad. “Nadie tiene la vida comprada”, dicen también, y habrá que ver qué haría, frente a esa disyuntiva, la sabiduría popular. ¿Les pasa a quienes los tienen? ¿Les da por pensar, una y otra vez, en lo mal que se sentirían si sufrieran la muerte prematura de un hijo?

Hace poco más de un año caí en el hospital. El SARS-CoV-2 me puso en jaque una mañana de julio en la que desperté cerca de las seis con un ataque de tos y malas noticias provenientes del oxímetro. Lo bueno: un tío de Xóchitl nos había prestado un tanque de oxígeno, “por si se llegara a ofrecer”. Lo malo: era un tanque pequeño, que sirvió para estabilizarme solo un par de horas, hasta que se vació. Más o menos a la una de la tarde salí con Xóchitl y un médico rumbo al hospital. A falta de una silla de ruedas, me sentaron en la que uso para trabajar, con el fin de poder llegar al auto rodando. Hasta entonces, Lucho no se había despegado de mí. Era como si algo le hubiera hecho creer que mi vida dependía de que él no dejara espacio entre su cuerpo y el mío. Xóchitl me contó después que ese mismo día Lucho vomitó junto a la cama, del lado del que duermo, y que, durante los diez días que estuve hospitalizado, casi todo el tiempo iba a acostarse junto a la almohada que uso.

El primer perro del que tengo memoria se llamó Polín. Era un Cocker Spaniel amielado que habitó el patio de la casa en que vivía con mi familia, en Chihuahua. Yo para entonces era un niño de ocho, nueve años, y no recuerdo haber llevado una relación entrañable con él. Prefería jugar Donkey Kong en el Atari que salir a acariciarlo o aventarle la pelota. Tampoco mis papás ni mi hermana le hacían mucho caso.

No tengo claro cuánto tiempo estuvo Polín con nosotros, pero sé que al morir fue reemplazado por otro perro de la misma raza. Creo que fue Zaturnino, el que vino después. Luego, bajo las mismas circunstancias, llegaron Comotú y Valentín, también Cockers. Fueron cuatro en total, y solo recuerdo la muerte del último: además de que ya tenía 23 años, fui quien lo encontró sin respirar. La muerte de Valentín me dio tristeza, pero sobre todo culpa, porque nunca supe siquiera si estaba enfermo. Es cierto que pudo haber muerto de un infarto fulminante pero también es posible que tuviera una enfermedad de tiempo atrás que pudimos no haber advertido. Pensar en ello me hacía sentir despreciable.

En más de 15 años nunca imaginé siquiera la posibilidad de volver a tener una mascota. Sin duda, algo tenía que ver en ello aquel sentimiento de culpa aún latente, pero influía también el hecho de que había migrado a la Ciudad de México y, como muchos otros treintañeros en la gran urbe, vivía en el reducido espacio de un departamento.

Fue a Xóchitl a quien se le ocurrió la idea de que tuviéramos un perro. Me lo propuso y mi reacción inmediata fue tajante: no, ni madres. Por inercia, la idea de compartir departamento con un cuadrúpedo me parecía inconcebible. ¿Que esos no van en el patio? Si pensaba en tener uno dentro, automáticamente imaginaba sillones meados, babeados y llenos de pelos. Pero ella insistió. Me aseguraba que solo era cuestión de educarlo bien para que nada de eso sucediera. Opuse resistencia hasta donde me fue posible, pero un día Xóchitl jugó una carta contra la que no estaba preparado, una carta tramposa, a mi entender: dos semanas antes de su cumpleaños me salió con que lo único que quería de regalo era un perro. Que no le interesaba nada más que eso. Días después llegó Lucho a nuestras vidas.

No tuvo que pasar mucho tiempo para ver que Xóchitl tenía razón. Resultó que los Schnauzer son de las razas más inteligentes en el ranking perruno, así que bastaron unas cuantas horas de entrenamiento, y que estableciéramos la rutina de salir a pasear en la mañana y en la noche, para que meados y cacas dejaran de aparecer en el departamento. En cuanto a babas y pelos, nos fue aún mejor: casi diez años de vida con un Schnauzer me avalan para sostener que estos perros no babean ni tiran pelo.



Dejar de ver a Lucho como un latente generador de inmundicia fue solo un primer paso. Cuando nuestras expectativas tildan algo –o a alguien– de insoportable, y los hechos llegan luego a revocar ese prejuicio, es fácil simpatizar con lo que antes supusimos intolerable: primero empezó a sacarme algunas risas con sus juegos. Luego me descubrí convocándolo a que se echara junto a mí mientras leía un libro o veía la tele. Un día, estando con Xóchitl de paseo en Puebla, me di cuenta de que me preocupaba el hecho de que se hubiera quedado solo en el departamento. Le habíamos dejado agua y comida suficiente para los dos días que estaríamos fuera, y realmente no se me ocurrían riesgos importantes que pudiera enfrentar, pero pensarlo a más 100 kilómetros de distancia, sin más compañía que la de los muebles, me ponía realmente inquieto. De ahí a ponerme a pensar en cómo me afectará su muerte, había ya un camino muy corto.

De Lucho he aprendido un montón de cosas. Comprendí, para empezar, que una familia puede no estar formada solo por personas. Porque una cosa es leerlo o escuchar que alguien lo diga, y otra muy distinta es ser parte de ello, experimentar ese entramado de emociones que llevan a entender las relaciones de diferente forma; a entender, muy particularmente, la relación tan profunda y amorosa que se puede llegar a tener con un animal. La familia de dos, que siete años antes había formado con Xóchitl, tenía, en definitiva, un nuevo miembro.


Consciente de lo bien que le había salido el plan cinco años antes, Xóchitl volvió al ataque, ahora para nuestro aniversario de casados. “Me están ofreciendo una perrita en adopción –me dijo–. ¿Cómo ves?”. Fiel a mis costumbres, me negué rotundamente. Uno estaba bien, dos ya era una exceso. Entonces brotaron de su boca cien argumentos en cascada: que si ya teníamos uno, lo de menos era tener dos. Que si a Lucho le vendría bien “una hermanita”. Que si debería ver lo bonita que estaba, blanca-blanca y toda pachoncita, que si... que si… luego, la estocada definitiva: que era lo único que quería de regalo por el aniversario. Se trataba de una cachorrita Maltés y decidimos llamarla Lola.



Había nacido cuatro o cinco semanas antes, en casa de una señora que vivía sola y murió a unos cuantos días de que su perrita diera a luz. Mamá y crías quedaron a la deriva, hasta que el jardinero advirtió el llamado de la naturaleza (uno noble, a diferencia de otros) y asumió el compromiso de conseguirle hogar a cada uno. Lola llegó al nuestro a través de una amiga de una amiga de Xóchitl, quien un domingo se encontró al jardinero con varios de los cachorros, en el centro de Coyoacán. Su compromiso era genuino: no pedía ni un peso a cambio. En verdad buscaba el bienestar de los animales.


Lola llegó a enseñarnos muchas otras cosas sobre lo que significa vivir con un perro, y nunca habíamos experimentado con Lucho. Aunque ahora, al escribirlo, parece demasiado obvio, en su momento nos causó sorpresa y cierta gracia reconocer en ambos tan distintas formas de ser (¿Es razonable decir que cada uno tiene su propia “personalidad”? Dejémoslo mejor en una cuestión de carácter). Mientras Lucho tiembla casi hasta desarmarse cuando escucha ruidos como el de la olla exprés, los truenos en el cielo o los cuetes –que en esta ciudad son un mal de todos los días–, Lola permanece inmutable. A ella lo que la mueve, y no precisamente a manera de temblorina, es que le avienten la pelota. Corre a atraparla como si fuera un asunto de vida o muerte. Regresa luego con ella en el hocico y la coloca frente a quien se la arrojó antes para que lo vuelva a hacer. Aunque es quien hace el mayor esfuerzo, obviamente, el juego nunca termina por que ella así lo decida. Otra dinámica que le encanta es “ponerse en la portería”. Se ubica en un pasillo del departamento, en espera de que yo pateé la pelota y con la misión de impedir que esta pase. Como si se tratara de atajar un pénalti. Por lo general pateo fuerte pero eso a ella no le amilana en lo más mínimo y suele ser muy efectiva a la hora del bloqueo. Lucho, en cambio, lo único que hace frente a una pelota tiene que ver con no salir lastimado. Como con los ruidos, su reacción es ponerse a salvo; o hacer lo que él supone que es ponerse a salvo. Es nervioso, asustadizo, titubeante… ella, en cambio, es arrojada, entrona, fuerte.

A fin de cuentas, uno y otra han sabido ganarse nuestro corazón con sus particularidades, y también con lo que tienen en común. Ambos, por ejemplo, se nos quedan viendo y lloran cuando Xóchitl y yo estamos por salir del departamento, aunque solo vayamos a comprar tortillas a la esquina; ambos nos reciben felices y a punta de brincos cuando estamos de vuelta, aunque no hayamos pasado ni 10 minutos fuera. Los dos se acurrucan junto a nosotros cuando el plan es ver una película y corren a toda velocidad hacia la cocina si escuchan que alguien abre el refrigerador, con la esperanza de que les toque al menos un trocito de jamón.

En lo que a mí toca, debo decir que esa aprensión por la muerte, a la que me referí antes, no ha desaparecido, ni menguado siquiera. Hoy más bien la vivo por partida doble, pero he encontrado también que de nada sirve la anticipación de sinsabores y malos tragos. Por eso, como hacemos todos frente a ese cruel, implacable, agotador y desquiciante sentimiento trágico de la vida, he optado por lo más inteligente en estos casos: hacerme pendejo y aprender a mover la cola ante la menor provocación; así, más o menos, es como salgo adelante.


Para leer más sobre la pérdida de cuadrúpedos queridos, te recomendamos Duna.

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