
De Fernanda salen chispas. Si sonríe, parece una celebridad recibiendo flashazos en una alfombra roja. Si baila, algo similar ocurre, pero entonces su luminosidad se expande y la pista entera termina hecha un sol. Si duerme, sus sueños hacen de la habitación un santuario de luciérnagas, y si come algo que le gusta, con cada mordida se hace un pequeño resplandor. Pero Fernanda no siempre es toda felicidad y contento. Fernanda a veces se enoja, llora, se pone pesada e insulta a la gente. También hay días en que se aburre o reniega por todo, y aun así, no deja de chispear.
Un día, hace varios años, sus papás decidieron llevarla con el médico. “Véala –dijeron–, y díganos por favor qué le pasa”. El pediatra le hizo varias preguntas, la revisó de arriba a abajo y luego permaneció un par de horas en silencio, con la mirada perdida, acariciándose la barba del mentón. “Necesita comer más verduras”, dijo por fin.
A Fernanda nunca la volvieron a llevar con ese doctor. Por supuesto que si le daba fiebre o le dolía la panza la llevaban a consulta, pero nunca más con el de las verduras. Respecto a las chispas, conforme fueron viendo que a su hija eso no le provocaba malestares ni tenía que ver con padecimiento alguno, dejaron de preocuparse. La niña no solo terminó aceptando de buena gana esa cosa curiosa en ella, sino que encontró la forma de hacerla divertida y sacarle provecho. Aprendió, por ejemplo, a abrirse camino en la oscuridad, a no tener que sacar su celular en los conciertos cuando vienen las baladas y a regalar pequeños espectáculos de luz a quienes le caen bien. De Fernanda nunca nadie ha dicho que brilla por su ausencia, sino todo lo contrario.