En diciembre de 1980 yo tenía apenas siete años. Y aunque recuerdo haber visto la noticia del asesinato en la televisión, lo que para muchos era un drama mayúsculo, dada la admiración que sentían por el ex Beatle, para mí no era más que un chisme que iba de aquí para allá entre los adultos que tenía a mi alrededor.
A mí me faltaban todavía algunos años para empezar a tener una relación entrañable con la música y, por consecuencia, empezar también a establecer vínculos emocionales con ciertos creadores.
Fue entre los 10 y los 11 años, aún cursando la primaria, cuando descubrí en el rock una fuerza expresiva con la que sentí afinidad. En primer lugar, era una música que escuchaban solo unos cuantos, lo que me generaba esa maravillosa sensación de pertenencia a un clan –y pertenecer a un clan, se sabe, no solo es sentirse especial, sino sentirse especial en compañía–. En el rock encontré también una buena dosis de la irreverencia indispensable para quien está en proceso de romper cordones umbilicales y construir su propia identidad. Y así, antes incluso que el pelo largo y las arracadas, llegaron los cuestionamientos: ¿por qué esto?, ¿por qué aquello?, ¿por qué esto otro? Y un día la religión dejó de tener sentido. Y la política se me reveló como una farsa, igual que muchos… todos los protocolos sociales. Tan malos eran mis maestros de literatura en secundaria y preparatoria, que mi gusto por los libros se mantuvo agazapado hasta que llegué a la universidad. El rock, en cambio, se me puso un día enfrente y tengo la impresión de que no hubiera podido escapar de él aunque así me lo hubiera propuesto.
Nunca he gozado de una buena memoria, pero hay recuerdos de aquellos años que siguen vivos hasta ahora, y casi todos tienen que ver con la música. No sé, por ejemplo, dónde ni cómo fue mi primer beso (aunque intuyo con quién), pero tengo todavía muy presentes las primeras veces que escuché discos como el Double Platinum, de Kiss; el Perfect Strangers, de Deep Purple; el Live After Death, de Iron Maiden; y el Master of Puppets, de Metallica. Mi fascinación por las atmósferas creadas por esos riffs, esos redobles y esos requintos fue inmediata y contundente. El rock me llevó a experimentar emociones que nunca antes había sentido y tenían un impacto extraordinario en mi autoestima. Parafraseando a Andrés Calamaro, había descubierto “el territorio donde nada me hacía daño”.
A los Beatles los conocí en retrospectiva, por supuesto, dado que nací en 1973, y empecé a escucharlos hasta finales de los ochenta. Entonces sí sentí la muerte de Lennon. Además de tristeza, tuve mucho coraje después de ver Imagine, el documental sobre su vida que culmina con su muerte, y con la conmoción mundial que provocaron esas cuatro balas que le arrebataron el aliento. Tenía apenas 40 años de edad y no había transcurrido ni un mes desde la publicación del que terminó siendo su último álbum: Double Fantasy, respecto al cual llegó a decir que simbolizaba un abrazo esperanzador al futuro. No se necesitan dotes de adivino para saber que, desde ese día, millones de admiradores en el mundo, como yo, han dedicado horas a pensar en la música que John pudo haber creado en otros 20 o 30 años de vida. Los genios deberían ser inmunes a la estupidez de los demás, pero no es así.
A finales de 1991, no hubo canción que sonara como sonó “The Show Must Go On”, de Queen. La prensa llevaba años especulando sobre la salud de Freddie Mercury y, aunque después supimos que se sabía infectado de VIH desde 1987, el cantante y quienes lo rodeaban negaron consistentemente la verdad. Hasta que la mentira fue insostenible. El 23 de noviembre de ese 1991, a través de un comunicado oficial, el ídolo le reveló al mundo: “Tengo sida”. Y agregó: “Deseo que todos se unan a mí, a mis médicos y a todos los que padecen esta terrible enfermedad para luchar contra ella". Pero para entonces no podía más y al día siguiente dejó de existir. Y aunque ya todos habíamos entendido el peso de las palabras en esa última canción del álbum, el track 12 del disco Innuendo, cada línea se resignificó con su muerte: The show must go on, the show must go on. Inside my heart is breaking, my make up may be flaking, but my smile still stays on.
Ese mismo 24 de noviembre murió también Paul Charles Caravello, mejor conocido como Erick Carr, por ser su nombre artístico. Las primeras planas, como era de esperarse, fueron destinadas a anunciar la muerte de Freddie, pero la partida de Carr no pasó del todo desapercibida. Se trataba, a fin de cuentas, de El Zorro, baterista de Kiss desde 1980, luego de que Peter Criss, El Gato, dejara a la banda por adicciones y diversos efectos secundarios. Yo, que había sido muy aficionado a los neoyorquinos en la secundaria y aún disfrutaba mucho su música, lamenté en serio ambas pérdidas. Otros dos que se iban antes de llegar siquiera a los 49 años que hoy tengo: Freddie 45, Erick 41. Con 18 años recién cumplidos, sano y toda una vida por delante para seguir escuchando música, mi aflicción por quienes se habían ido podría parecer exagerada, pero ¿en verdad lo era?
El pasado 3 de septiembre se llevó a cabo, en el emblemático Estadio de Wembley, un concierto especial. Se trató de un tributo a Taylor Hawkins, ex baterista de Foo Fighters, quien había fallecido meses antes, mientras hacía una gira mundial con su banda: la muerte lo alcanzó en la capital colombiana, a los 50 años de edad.
“Para celebrar su música y su vida”, como fraseó Dave Grohl en una especie de prólogo para el concierto, se reunieron varias decenas de músicos por los que el finado había tenido especial afecto y admiración. Fueron casi seis horas de homenaje, durante las cuales subieron al escenario figuras como Paul McCartney, Joe Walsh –guitarrista de Eagles–, John Paul Jones –bajista de Led Zeppelin– y Stewart Copeland –baterista de The Police–. También aparecieron por ahí Brian May y Roger Taylor, tocando canciones de Queen sin la voz de Mercury, por supuesto, y su ausencia se sintió como un hueco enorme e insalvable –en ese estadio icónico y tan ligado a él y a su recuerdo–; algo similar ocurrió con Neil Peart, quien durante más de 40 años fue parte, junto con Alex Lifeson y Geddy Lee, de esa estupenda triada llamada Rush. Insustituible, esa noche fue como si regresara de donde se encuentre para meterse en el cuerpo de Grohl, y luego en el de Omar Hakim, ex baterista de David Bowie, para volver a hacer magia con tambores y platillos. ¿Y qué decir de Eddie Van Halen, quien sucumbió frente a un cáncer de garganta en octubre de 2020, pero también se presentó esa tarde, a través de su hijo Wolfgang, dando vida a los clásicos “On Fire” y “Hot for Teacher”?
Curioso: empecé hablando de los que estuvieron y, casi sin darme cuenta, terminé enlistando a los que ya no están. A los que dejaron un hueco, no solo en las bandas de las que formaron parte, sino en nosotros, el público que creció con ellos, que aprendió a disfrutar y a soportar la vida –según fuera el caso– con su música, a quienes moldeamos sueños y construimos escudos contra la adversidad con sus canciones.
Por eso duele el vacío que dejan. Por eso se sufre al constatar, en quienes permanecen, las tristes señales del deterioro. Su ocaso es también el nuestro. Al irse, como todos han estado haciendo, poco a poco, desde hace ya algunos años, se nos va también la vida a muchos, como ocurre siempre frente a la orfandad. No, los ídolos no deberían hacerse viejos ni mucho menos morir.