El prodigioso niño caga oro
- Javier Mariano Rubio
- hace 4 días
- 14 Min. de lectura

Domingo Millán, médico de oficio y vocación, descubrió que era oro y no un virus hepático lo que se hallaba en las heces de su pequeño paciente. El niño llevaba cinco días defecando así cuando su madre lo llevó al consultorio por primera vez. El doctor descubrió que ese brillo amarillento como luz de amanecer en la caquita del mocoso, no era causa de ninguna enfermedad, sino un don milagroso, el prodigio del perfecto alquimista; la gallina de los huevos de oro. Algunos pensaron antes que se trataba de la maldición que los padres de la pobre mujer preñada, le habían profesado al niño desde que se enteraron del embarazo; pero, en efecto, no era maldición alguna, al contrario: era portador de la magia de la naturaleza.
Primero dudó en darle o no la noticia a la madre, pero con las posibilidades bien despiertas descubrió en esos cuestionamientos las oportunidades que lo llevarían a las riquezas del rey Midas. Señorita Dosamantes, le tengo buenas noticias: su hijo no solo no está enfermo; incluso, además de ser un chiquillo completamente sano, es portador de una gran dote que no ha tenido lugar en ningún otro momento que la ciencia médica haya registrado. A partir de ahora, claro, si usted lo permite, tendremos la oportunidad de explotar el milagro más maravilloso desde que Jesús multiplicó los panes y los peces. Su hijo, señorita Abigail, tiene el don de trocar lo que come en oro. Tiene en su aparato digestivo, un pequeño laboratorio que convierte parte de los desechos alimenticios en el tan preciado metal. Detrás de la lente del microscopio, se pueden ver enormes cantidades de oro, en cada una de las muestras fecales que usted me permitió analizar desde el primer día. De tal forma, es imposible pensar que el niño las hubiera ingerido. La popó de su hijito David, señorita Abigail, es literalmente oro de 24 quilates…
II
A pesar de las profecías, Abigail pudo suponer que la vida le había brindado una nueva oportunidad. Hace cuatro años, cuando supo de su embarazo, la noticia le estrujó las apariencias porque fueron varios los desmayos que tuvo por la presión de su silencio, y así fue como los señores Dosamantes se enteraron del detallito. Fue el padre de Abigail, quien profirió que el niño cargaría con todas las culpas de la madre, y por eso no quería tenerlos ahí en su casa.
Abigail trabajaba en la tienda de aparatos ortopédicos del doctor Millán desde que su padre la echó de la casa. El doctor Domingo, conmovido por la desesperanza de la pobre damita, le dio ese trabajo. Fue tan bueno desde los primeros meses después del alumbramiento, que le permitió llevar al niño al trabajo para que no tuviera que dejarlo en una guardería el día posterior al alumbramiento. A veces no había tiempo para nada que no fuera trabajo, no sólo por los aparatos, sino también por el servicio de farmacéutica y el ordenamiento de la bodeguita; y atender las llamadas de los clientes y de los pacientes; en fin, hubo tanto, que no siempre podía atender al niño en sus más elementales necesidades. El bueno de Millán le apoyaba vendiéndole un tipo de leche mucho más barato que la de las otras farmacias. Los primeros años del pequeño David fueron miserables. Luego vino ese susto tremendo que le dobló la fatiga a la pobrecita cuando se enfermó David. Lo bueno fue que el doctor lo atendió y lo trató con medicamentos genéricos, que ni así hubiera sido posible pagarlos. Millán le permitió que fueran descontados de su sueldo. Pero el susto no quedó ahí. Tuvieron que juntarle la popocita para hacerle unos análisis porque estaba muy raro que hiciera tanto y de ese color tan amarillo brillante. Y aunque no le doliera nada siempre es preocupante que un niño tan pequeño cague tanto y tan seguido. Luego vinieron los inesperados resultados y las cosas cambiaron.
Sentaron al niño en una nica por más de dos horas hasta que les regaló una gran boñiga de 50 gramos. Domingo le ofreció a la madre llevar a vender el botijote; ése y los demás acumulados con un amigo joyero que trabajaba el oro en bruto. También le recomendó a Abigail alimentarlo pronto para que el próximo zurrón lo soltara lo más rápido posible. Abigail se puso en manos del doctor, y éste decidió hacer a un lado sus miserables consultas de tanto trabajo, y su mugrosa tiendita de tan poca remuneración, para asistir a la pobre mujer que no se veía muy astuta en la explotación de un bien tan sin precedentes como lo es un hijo que le va a dar de comer con su caca; y por qué no decirlo, que a mí también me brindará bienestar. Yo también me lo merezco. Si no fuera por mí, todo el oro de su culito se lo tragaría la cañería. Así que aconsejó no le dijeran a nadie por lo pronto, porque la gente no lo va entender como algo divino, sino que querrán hacer de David un ente diabólico por poseer un don que cualquiera quisiera. El hombre busca siempre estas cosas, señorita Dosamantes, pero lo condenan cuando es ajeno. Ella obedeció porque no podía permitir que estos asuntos se manejaran en manos de una mujer tan ignorante como ella. Mientras Abigail tragaba desconcierto por los acontecimientos, el pequeño David volvió a cagar su milagrito. Ella limpió la vasija, y guardó con cuidado el trozo dorado en un frasco que puso en una pequeña alacena, cerca del baño, donde estaban guardados en una cajita de carey los ahorritos de Abigail. En realidad, no pasaban de ser una muestra escatológica de la moneda nacional. Madre e hijo fueron relegados a semifamilia desde que nació el pobre niño; porque el abuelo, hombre de moralidad categórica, no permitiría una madre soltera por hija, y la puso con sus chivas fuera de su hogar antes de que las bocas ajenas ensuciaran con su estiércol oral la blancura de sus principios. El viejo recibió al niño con la maldición de que sería aplastado por la mala vida de su madre.
III
Pasados tres días desde que Millán notificó a Abigail Dosamantes de la alquimia de su hijo, el niño había defecado doce veces, unas con más oro que otras. Ese día por la tarde Millán pudo vender los primeros trozos del preciado por una cantidad bastante considerable de dinero. Domingo le dio una tercera parte a Abigail y se guardó el resto, porque uno nunca sabe lo que puede hacerle el dinero a la gente que no lo ha tenido antes, sobre todo a una mujer con un niño de tres años, y batallando para escribirse una vida. El hombre que le compró el oro al doctor notó el aroma peculiar del metal, a lo que Millán se refirió como el problema con los cofres de la familia que guardan olores que no se quitan nunca. El pequeño David continuaba con la ardua tarea de brindar su oro para los bienes familiares. Tras una flatulencia salió el aromático oro junto con una sonrisita pícara del niño, quien fue aplaudido por sus vigías; después pidió frijolitos con arroz porque ya tenía hambre. Su madre lo besó, y Millán le dijo qué bien, campeón, comer es bueno, hacer popó es bueno, vas a crecer fuerte y muy guapo, qué quieres ser cuando seas grande, y él contestó que quería ser pintor, pero que ya no tenía crayones, y le contestó que él le iba a regalar unos muy padres con muchos colores diferentes. Antes nunca había tocado al niño porque no está bien que los hombres toquen a los pequeños; porque de las bocas salen demonios que no se pueden controlar. Abigail le preguntó al doctor si sería bueno que se hicieran unos análisis de otro tipo a David para saber por qué su caquita es de oro, a lo que él contestó que no; no era una buena idea porque el niño tiene apenas tres años, y a lo mejor le hacen daño con las brusquedades de las que yo sé, Abigail, ¿puedo llamarla Abigail, verdad? Le van a meter tubos por su colita para sacarle muestras de jugos gástricos. Además, si le hacen radiografías o sonografías pueden alterar su metabolismo, y qué hacemos si después se enferma, o ya no pueda brindarnos sus caquitas. Mejor es dejarlo como misterio, como milagro que llegó cuando más lo necesitaban usted y David, pero le repito que no es conveniente que alguien más se entere. Abigail le dio de comer al niño convencida con la respuesta, y le ofreció a Millán que se quedara a comer con ellos ese día, aunque en realidad no había mucho que comer.
Un mes después David había cagado ciento treinta veces con un promedio de 40 gramos cada evacuación. En cada uno, había como tres cuartas partes del precioso metal, que por más jabón y otros productos de limpieza, Millán no había podido quitar el olor digestivo que tenía. El proceso implicaba dejar secar la boñiga, hasta tornarse dura como una pepita; luego la fundían, pero el olor nunca desaparecía. Tuvo que buscar miles de excusas y otros varios compradores para poder vender el oro sin levantar sospechas, aunque quién podría sospechar que el oro es cagado. Por lo pronto decidió no cerrar su consultorio y contratar a alguien más que le ayudara a Abigail con la tienda; aunque cada vez era menos el tiempo que pasaban allí. La secretaria, que Millán catalogaba como discreta, a la que nunca se le dijo nada, y la nueva ayudanta levantaron del suelo las calumnias inocentes, y les pintaron su futuro. Ellas sospechaban que se trataba de un romance clandestino, pero la secretaria preocupada por su sueldo le sugirió al doctor que muy pronto los pacientes dejarían de ir a consulta y se quedarían sin trabajo. Millán le dijo que por su sueldo no se preocupara.
Pasados unos días, con un ramo de flores llegó Domingo a casa de Abigail y la invitó a festejar la popó número 200, que ya reunía una fortuna bastante considerable. Ella contestó que no podía porque no tenía dónde dejar a David, y él reparó con un “lo llevamos con nosotros”; al fin y al cabo, si no fuera por el niño ahora no habría nada que festejar. Aceptó porque nunca antes había recibido flores de ningún hombre. Llegaron al restaurante italiano. Abigail le dijo a Domingo que pidiera por ella porque no conocía ninguno de los platillos que ahí servían. Fue cuando a David le dieron ganas de ir al baño, y cundió la alarma con ellos, pues no tenían dónde guardar la boñiga. Le pidieron al mesero un recipiente, y lo único que les consiguieron fue uno de pizza para llevar. Millán colocó ahí la pieza con el penetrante aroma. El capitán se acercó a la mesa a decirles que por favor cambiaran al niño, que ése era un lugar con reputación, y Millán le dijo claro que sí, pero pasó el tiempo y el aromático producto seguía pleno en su sopor. El capitán insistió que si no cambiaban al niño tendrían que irse. Millán le contestó que no habiendo otra opción se irían del lugar con su hambre y con todo el dinero que llevaban encima. Terminaron en una taquería ambulante donde nadie les dijo nada por el olor.
El día treinta y tres David había comido tanto que sufrió de indigestión. Millán pensó que no sería bueno que le diesen nada de medicina porque podría cambiarle el sistema digestivo a David, así que convenció a la mujer de que no se preocupara, que los niños son fuertes, y solitos se curan de ese tipo de problemas. No creo que le pase al niño nada si se aguanta un poquito el dolor. No tengas miedo, Abigail, ¿puedo hablarte de tú, no te molesta, o sí? Para Millán traspasar la barrera de la formalidad, era más de lo que cualquiera de sus empleadas pudiera esperar de él. Abigail transpirando el alma decidió volver a confiar. De todos modos, el doctor le ofreció sus servicios de medicina, velando por él toda la noche si fuera preciso. Le dieron al niño arcilla templada que es buena para purgar. La noche se empezó a convertir en una trinchera sin salida. Ella ya no quería estar sola. Después de unas horas, David por fin se quedó dormido. Abigail decidió que no estaría más sola, y Domingo, sin decirlo, se quedó esa noche en la casa de los Dosamantes.
En la madrugada se levantó David a decirle a su mamá que quería hacer del baño. La algarabía de ves que no pasó nada los levantó rápido y Domingo se ofreció para llevarlo. Aunque su evacuación seguía con el dorado hedor, la cantidad del metal fue más pequeña de lo que estaban acostumbrados. Millán le pidió una lista a Abigail de los alimentos que generalmente tomaba David para ver si últimamente había dejado de comer algo; o si en algún momento comió de lo que no estaba acostumbrado. Ella contestó que lo más diferente que comió en esos días, fueron los tacos. David pidió avena con plátano para desayunar. Domingo le prohibió entonces la carne, el maíz y todo lo contenido en los tacos para evitar complicaciones.
IV
Un tipo misterioso llamó al consultorio para hablar con el doctor. La secretaria tomó el mensaje. Le dijo que sabía su secreto, y si no obtenía lo que quería, divulgaría la noticia. ¿Cuál noticia le preguntó la mujer a Millán? Siendo un hombre cauto pero seguro de sí, descartó posibilidades; y con la frialdad que debe imperar en estos casos pensó que Abigail pudo haberle dicho a alguien lo que le había pedido callar. De todos modos, recogió sus pertenencias para mudarse donde la señorita Dosamantes. No se preocupe por nada, le dijo a la asistente, quien quedó tan impactada con la reacción del jefe, que se decidió a seguirlo.
Abigail aseguró que no le había dicho a nadie, que el único que podría ser es el sacerdote a quien le confesó que estaba durmiendo con su jefe. Porque las cosas se fueron dando cuando se enfermó David del estómago y no le podían dar medicamentos que le podían alterar el metabólico o no sé qué cosas, pero que no era casado, y además cuida a David de su estomaguito. Y fue cuando salió a colación lo del milagro, cuál milagro preguntó el padre, y ella tuvo que decirlo porque estaba bajo confesión. Pero si te dije que no dijeras nada, Abigail.
Millán fue a hablar con el sacerdote y le preguntó que si él fue quien habló a su consultorio. El cura le contestó que no; si así hubiera sido, entonces en ese momento le pediría lo que quisiera y no lo había hecho, pero ya que estaba ahí debía señalarle aspectos que todo buen cristiano debe cuidar. La pobreza está en todos lados, y los dones se comparten. No tenía ningún inconveniente con que un alma prodigiosa como se veía que tenía el doctor, se hiciera cargo del asunto. Está bien, pero que mirara para abajo, porque es la única manera en la que Dios seguirá manteniendo el secreto. El doctor le ofreció un poco de dinero para aplacar la furia del Señor, y le preguntó si le había dado la noticia a otro. El sacerdote dijo que no, pero si sabía algo, entonces se lo iría a decir él mismo, Domingo, para evitar problemas. Él no lo creyó del todo, por eso decidió controlarlo ofreciendo un poco más de dinero de vez en cuando. Se quedó tranquilo porque se dio cuenta que el asunto iba seguir dando, y el secreto continuaba como tal.
En casa, Abigail estaba preocupada porque David había tenido una recaída. Millán le preguntó al niño qué tienes campeón, y contestó que estaba malito de la panza, que le dolía mucho. Abigail insistía en llevarlo al hospital, pero el preocupado doctor se negó. Abigail, eso implica que le van a hacer cosas al niño que le van a doler mucho más. Yo le voy a dar un antibiótico porque todo parece indicar que tiene una infección gástrica. Todo va a estar bien.
Por lo pronto ya hay gente afuera de la casa, y Domingo Millán tendría que ser estúpido para no darse cuenta que se trata de la prensa; y este pinche padrecito que ya se le soltó la lengua; y cómo eres tonta Abigail, si te dije que no le dijeras a nadie. Ella se fue a llorar a un rincón y Domingo la consoló diciendo que no había problema, que ya lo resolverían. Le habló por teléfono al sacerdote quien le aseguró que no había hablado con nadie, pero que prendiera el televisor porque parecía que ya se habían enterado, y así era. Alguien armó un reportaje que causó sensación en el público. Todo el medio se dirigió a conocer al niño prodigioso. Empezaron a llegar desde temprano. David dijo que quería ir al baño, lo cual tranquilizó al médico y a la madre por unos momentos. No cagó más que diarrea, sin una sola partícula de oro. El teléfono empezó a sonar con insistencia. Dos sujetos dijeron ser el padre de David; otro llamó diciendo ser el padre de Abigail, que estaba arrepentido de haber tratado a su hija de esa manera, y un coleccionista de excentricidades ofreció diez mil dólares por un pedazo de popó, tal como la hubiera arrojado de su culito. Afuera en la calle estaba la secretaria de Millán que quería entrar a la casa con un reportero de televisión y un camarógrafo para filmar al niño en sus labores fecales, diciendo que cuando el niño sea grande se lo iría a agradecer. Qué hubiera dado ella a la edad de David, el haber salido en la tele, aunque sea haciendo popó; y no sólo eso, sino que se mostrará como una especie de mesías que vendrá a dignificar el acto tan natural y vulgarmente vilipendiado por todos. Ella suspiró ante la negativa del doctor, pero el reportero le pidió a la madre que lo pensara bien. Como ella no contestó nada a nadie, muchos fueron alejándose molestos por las negativas. El doctor Millán amenazó a la secretaria con despedirla, y a ella le importó una cagada lo que hiciera con su pinche tenducha. Unos tipos buscaban en los botes de basura pedazos de papel higiénico, o pañales que no encontraron. La gente seguía llegando. La noticia ya había sido transmitida durante los primeros minutos de la mañana, y ahora seguía mostrarla en uno de los canales de cadena nacional. El pequeño seguía enfermo. Domingo trató de convencerlo para que se tomara un vaso de leche con galletas para que no se acostara con el estómago vacío. Luego cuando estés grande puedes enfermarte de las úlceras como yo, David, y te dan unos dolores muy feos, que ni yo ni tu mamá queremos que te den. Abigail preguntó a Domingo si era bueno que el niño comiera en ese momento. Él contestó que sí, siendo médico a la antigua, mi opinión es que entre más coma un niño más rápido va a sanar; además sin olvidar en este caso específico que, entre más coma, tendrá mejor asegurado su futuro. El niño de todos modos no probó nada, ni cagó oro. La calle era un lago de gentuza, y Domingo Millán pensó en el cura, y en la secretaria, y en la misma Abigail, y en cualquiera que haya corrido la noticia; maldijo a quién quiera que fuera ese pendejo que echó a la calle la noticia, y estancó los planes de matrimonio con la mujer que dio a luz al prodigio. El mismo prodigio estúpido que en ese momento se había convertido en un grifo de diarrea sin ilusiones…
V
Pasaron tres meses desde la última vez que David soltó una caca dorada. Millán había tenido una fuerte úlcera que lo llevó a la cama durante siete días, pero no se hospitalizó porque siempre tuvo la idea de que los médicos son unos usureros que sólo piensan en su bienestar económico. Dejó entonces que la mujer lo atendiera y lo mimara, porque, como se dijo antes, ella tiene lo que tiene sólo gracias a él y a su visionaria manera de haber tratado el asunto de las cacas del chavalo. El doctor Millán estuvo cerca de Abigail, porque siempre tuvo la esperanza de que el milagro se repitiera.
Domingo Millán catalogó la situación del estreñimiento de David como un enfriamiento natural del organismo, y decidió hacerle los análisis a los que antes se había negado. Abigail no quería, pues el niño ya no tenía dolores de ninguna especie y empezaba a comer regularmente. Domingo la convenció diciendo que a veces la ciencia no entiende de dolores cuando es por el bien común. Los análisis no arrojaron ningún indicio de que David pudiera haber defecado oro, y mucho menos que lo volviera hacer. Por supuesto que la prensa trató de estar cerca de tales noticias, y al darse cuenta de que el niño no tenía los dotes referidos, entonces, se retiró del lugar como cerdos cuando ya se acabó la comida. Todos se fueron, con excepción de un reportero del periódico local, quien todos los días cuestionaba a Millán y la familia Dosamantes de la procedencia del oro que vendieron. El sujeto hizo esfuerzos por convencerlos de traer a la prensa con el chiquillo. Dentro de su proporción podría ser una mina de oro para tantos, sobre todo, porque ya se habían dado cuenta de la aportación del niño. Aunque ahora lo traten de fraude, cuando vuelva a cagar oro, el mundo se pondrá a su disposición. Millán casi se convence; mas, al pensar bien las cosas recordó que David es sólo un niño común y corriente que se enfermó del estómago, y que su caca da tanto asco como la de cualquiera. Entonces el mundo volvió a ser un espejo donde nada refleja, y se fue a atender su negocio y su consultorio. Abigail se quedó en la tienda, no como secretaria, como ella lo esperaba, sino como ayudante igual que antes. Es tan tonta la pobre y ella lo sabe, que por eso aceptó su trabajo. Ojalá que las cosas no cambien, que ya se quede todo, así como está.
Abigail estuvo preocupada porque David volvió a cagar doradito. Todavía no le dice a Domingo, porque no quiere que lo vuelvan a tratar como trapo al pobrecito. Yacía el oloroso vestigio en su viaje a las lejanías del inodoro, y David le preguntó a Abigail que por qué lo tiraba si otra vez está amarillo como antes; ella no dijo nada, porque el niño no estaba para que le expliquen. Y que nadie lo sepa; aunque quién sabe. Tal vez después, las cosas cambien y lo volvamos a intentar.
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