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Foto del escritorJavier Mariano Rubio

Duna

Actualizado: 29 ago 2022



Yo regresé de un viaje tres días después de que mi esposa se empezara a hacer cargo de la Duna. Fue un regalo de mi hermano Martín. “Es una perrita labradora chocolate para que tu perro no se haga puto”. Myrna me recogió en la estación y me llevó a casa. Cuando abrimos la puerta, Mateo, nuestro labrador de cuatro años, me esperaba detrás como diciendo: “¡Ven, mira lo que me trajeron!”, y me llevó a ella. Ahí estaba echada sobre su colcha ese pedacito de franela café; se levantó, me miró con ojos de abuelo materno, movió la cola, y parecía que decía: “Te estaba esperando; te conozco, solo que no sé de dónde”. Y hubo una conexión como no he tenido antes o después con otros perros. “Cuando hayamos entendido este reencuentro, ya lo habremos olvidado”, también dijo; y creció. Y le gustaban las pelotas, y parecía hipnotizada cuando había una rodando cerca de ella; y le gustaba estar con nosotros, y parecía que decía “ojalá que siempre estuviéramos juntos”. Luego fue ofreciendo muestras de inteligencia casi humana; hacía vocalizaciones inentendibles, cuando le regañábamos, pero que parecían palabras vociferantes; cuando quería decirnos algo, nos miraba profundamente, hasta que entendíamos que se trataba de algo importante; como cuando hubo una fuga y no paró de ladrar hasta que salí con ella al patio, y me señaló dónde se escapaba el gas. “Se me hace que si no sales, nos carga el payaso”, casi me dijo. O cuando su nuevo compañero, el Ogie, a los meses de la dolorosa despedida de su amado Mateo, destrozó una manguera. “Sal rápido, porque esta bestia salvaje se está comiendo la manguera”. Y luego vino el cansancio, y nosotros no lo sabíamos, pero ella sí.


Duna predijo su propia muerte y nos comunicó que se iba. “Vine a cuidarlos de ti”; pareció que me dijo. “No he terminado de hacerlo, pero ya dejé instrucciones para que sigan los cuidados”, y después cayó: cáncer en el bazo, nos dijeron. Al cabo de una operación y dos meses de calma, Duna partió. El encierro de la pandemia nos permitió estar con ella en todo momento en sus últimos días.


No creo en la reencarnación, aunque tampoco podría negarla. Si todo aquello del reciclaje de las almas es cierto, entonces tendría sospechas de mi abuelo en la piel de Duna; si no fuera cierto, entonces, la sugestión me haría decirle a mi abuelo que lo quise siempre, y que yo no fui aquel que le rompió sus herramientas; que ese regaño injusto me había roto el corazón, pero como Duna había subsanado cualquier desencuentro: estamos en paz, Papi Chupa. Muchas gracias, mi dulce Duna.

Para leer más sobre la pérdida de cuadrúpedos queridos, te recomendamos El día que se mueran.

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