En los primeros años la admiración es plena. Absoluta, como está destinado a ser el amor de un niño por quien cuida de él. El tiempo sigue su marcha y las emociones cambian frente a las primeras dudas: “¿Por qué mi papá no estuvo en mi fiesta?”. “¿Por qué pelearon él y mamá?”.
El niño ya no es tan niño, y el hombre irrumpe para resquebrajar la fachada de héroe. Negado a ver a su papá como un ser imperfecto, el niño prefiere culparse a sí mismo de cosas que nada tienen que ver con él ni con su comportamiento. Pero tal situación es insostenible. La infancia va quedando atrás día con día y la conciencia echa luz sobre la realidad: los héroes no existen y papá es un tipo como cualquiera.
Entonces nada vuelve a ser como antes. La vida adquiere otra dimensión cuando se vacía de héroes, y el que era niño tiene que aprender a cargar con eso, aunque parezca imposible. Pero no lo es. Después de muchas decepciones, tropiezos y desencantos, el ya joven termina por entender que así es esto, luego de reconocer sus propios claroscuros.
Los años se van rápido pero el papá sigue ahí. Equivocándose, cometiendo los mismos errores, peleando contra sus propios monstruos, pero ahí, dispuesto siempre a cualquier cosa con tal de hacerle la vida fácil a quien vio nacer de su sangre. El hijo ahora es un adulto que entiende y ama como nunca antes había sido capaz de amar.