"–No sea, mi querido don Miguel -añadió–,
que sea usted y no yo el ente de ficción, el que
no existe en realidad, ni vivo ni muerto..."
Miguel de Unamuno
Me describo; levanto una mirada aludiendo una letanía, el ruego indecible; busco en mi interior para ver si encuentro alguna posibilidad, algún elemento enfáticamente bueno. Nada encuentro; fastidia el hecho de introducirse dentro de mí y sacar sólo el aire dudoso de mis hiperbólicas razones. Cada línea me describe como un ente perdido entre la ficción y la realidad. Si miro alrededor podré perderme en el juego del que crea y es creado. Nunca es fácil tocarse uno mismo.
La angustia crea angustia. Ayer escribí algo mientras comía en un lugar barato, pues el arte no me ha dado para más. Al sitio lleno de moscas entró un hombre desnudo, ante el asombro de los comensales solitarios que rodeaban la mesa de mis disertaciones estéticas; cruzó hasta el final del salón y llegó a mi mesa; lo reconocí porque en mis notas decía: "Tiene una cicatriz de navaja junto a la ingle". Unamuno, me acuerdo, se enfrentó a su personaje, pero él lo resolvió con tenacidad y gallardía. Resultaba difícil entender cómo un ser hecho en mi imaginación pudiera estar tan cerca y tan distante de mi propia necesidad de creador; se sentó enfrente y dijo:
–Te he estado buscando. Ayer por la tarde te vi cuando me escribiste, traté de acercarme para saber si podía ayudarte y contribuir a la hechura de mis acciones y mis andanzas. A nadie le gusta ser la víctima. Estaba a punto de sugerirte alguna posibilidad, pero cerraste el cuaderno y desapareciste. Ahora, por fin, después de respirar del aire podrido que eres tú, tengo la posibilidad de poner las cosas en claro: seré lo que tú no puedes ser. No me gusta ser lo que no quieres.
Cuando se escribe se corre el riesgo de extender los temores. Escojo lo que debo decir a los que me rodean para convencerlos de algo que ni yo sé lo que es. Escribo entonces: "camino sobre el filo de un espejo y, aunque no pueden verme del todo, alcanzan a distinguir mi media figura de cabeza, haciendo los movimientos contrarios a los míos, al compás que la desidia marca. Pretendo inmortalizar cada momento que se sitúa en el infierno de mi propia incomprensión". Luego viene el reclamo del Prometeo que tuve la osadía de crear, que me obliga a terminar la historia que ni siquiera le tengo preparada. Quisiera algo distinto para hacernos trascender; yo con él, pero no quiere. El arte sólo te sublima cuando eres alguien, su caricia es un deporte de elitismo intelectual o de consciencia; tal parece que los que estamos abajo no tenemos derecho a disfrutar de sus placenteros saludos. En este sucio lugar enciendo el cinismo, y creer que enfrentarte contigo te redime de los errores cometidos antes es como la sal que da sabor al alimento y también acrecienta el dolor de las heridas; lo decía en el texto: "abría las heridas y luego las salaba, el dolor fue insoportable". Y nada de esto quiere decir que mis penas puedan ser saboreadas por algún ajeno, mucho menos por cada uno de tus nenufas personajes, que resbalan por la memoria y luego se pierden en las dunas de mi desértica geografía. ¿Cómo atreverse a jugar al pequeñísimo dios que no es capaz de arreglar su existencia?
El hombre desnudo abrió la bolsa que está en mi mochila y sacó un arma; recuerdo haber escrito: "frente a todos sacó un arma de la mochila". Me apuntó a la cabeza y amenazó con jalar del gatillo si me atrevía a dar un paso en falso; me miró con odio infinito. Y sentí que el mundo dejaba de tener sentido: "no quiero ser un escritor fracasado que vive en la lucha de buscar la fama en vida, o tener la esperanza de inmortalizar nada. No quiero ser un delincuente que tiene su pasado reseco y con poca memoria. Dibújame esperanza, pinta en mi cuerpo la caricia de una mujer, hazme feliz".
Me pregunté tantas veces si el sacrificio que se invoca podría compararse con el blanco de las hojas en el universo perdido de cada historia que no he escrito. Luego sigo escribiendo, tratando de recoger anécdotas indescifrables para revolverlas con la existencia que llevo a cuestas. Luego quedar sin oportunidades, como entes desdichados sin nada que aportar". En la medida de tu frialdad nuestro momento se aplana en un concepto que ya tantas veces ha sido expuesto. ¿Por qué pretender la inmortalidad a través de tus odios y de tus debilidades? Deberías mirar más alto". El hombre ese me quitó el plato y empezó a comer de mi comida.
Cada palabra fue un requerimiento; no supe qué responderle. Mi única defensa fue pensar en el sacrificio al que me he atenido cuando decidí crearlo. El hambre es un estado de lamentaciones o de misticismo. "No gano nada con tenerle conmigo –dije–; es usted libre de irse cuando le plazca. Cada vez que invento algo pienso en la recompensa, en la posibilidad de crearme una vida en la que pueda ser yo mismo el héroe de la historia. Sólo me he convertido en un espacio vacío dentro de una sociedad lacerante y conflictiva: usted debe ser ese reflejo".
"Sí que lo soy –dijo preparando el gatillo para disparar–,entrégame la cartera y la ropa que llevas puesta". Yo recuerdo haber escrito: "es un hombre rencoroso y busca venganza". Nunca imaginé ser yo el blanco de sus rencores. Alrededor la gente atónita sólo miró. Uno que otro, para evitar la culpa, se levantó de la mesa para pagar su cuenta. Nadie me ayudó. Le entregué al hombre mi cartera y toda la ropa que traía. "Podríamos hablarlo en otro lugar". "Ya es tarde, hoy me libero de tus expectativas". Me cubrí nada más con la mochila que tuvo la decencia de dejarme, porque claramente escribí: "lo dejó desnudo, en medio del lugar, a la vista de los comensales atónitos"; me levanté avergonzado y salí. Como no sabía a dónde caminar me quedé parado en la puerta. El hombre salió de mi juego inútil de ser un dios pequeño e insignificante; lo vi caminar con mi ropa, mi dinero y mi dignidad, con una extraña expresión que rayaba en la burla, o quizás en la inocente sonrisa de un recién nacido. Lo había escrito claramente: "se fue a buscar una vida, una donde tuviera que ver con su futuro, que se implique a sí mismo”.
Entonces me arrepentí de escribir, del hambre que me acosa a estas horas del día, de haber entrado a ese merendero barato y de todas las estúpidas razones que encontré un día para escribir la historia de un hombre que se encuentra a sí mismo y se odia por no poderse dar lo que necesita.