Prefiero siempre escribir a tener que lidiar con gente. Son muy pocas las personas que realmente puedo tolerar; y sé que quiero a algunas personas; aunque es porque tengo que hacerlo; porque ya había acariciado la idea de estar solo, pero no resultó. Necesito de la gente; soy misántropo, no pendejo. Me llamo Luciano Urías, y me gusta que así me llamen. No me gusta que acorten mi nombre, ni que me pongan apodos. Mis padres me llamaron así, y honro el haberse tomado el tiempo en escoger mi nombre; por lo menos haber tomado en cuenta el nombre de mi abuelo materno para llamarme así, como me llamo.
Cuando yo estaba en la secundaria no tuve muchos amigos; sin embargo, hubo uno al que le decíamos el Beybi; tenía cara de bebé y por eso le decían así; yo no, yo lo llamaba David. Al Beybi (ahora sí le digo Beybi, al cabrón) le daba por apodar a todos. Yo, al principio solo los veía interactuando; no me metía mucho con ellos; me parecían muy salvajes. El Beybi se me acercó a pedirme las tareas. Una vez que participé en la clase de Ciencias Naturales, todos se rieron. La maestra me felicitó, y les dijo que haber hecho la exposición tan seriamente de la reproducción, era de felicitarse y no de reírse. Desde entonces, las cosas se recrudecieron. Entonces llegó el Beybi y me llamó Lou. Al principio no me molestó, pues era solo un apócope de mi nombre. Me gustaba que mi amigo me dijera así. La cosa es que, al tiempo, los compañeros me decían Lou y luego reían. Poco a poco se reían más, hasta que llegó el momento en el que se carcajeaban. Yo encaré a uno, y lo empujé. El Beybi me detuvo; y los demás seguían riendo. Entonces empezó el murmullo. Iban diciéndolo en voz baja y subían el volumen: “Lou Urías, Lou Urías, Lou Urías…” hasta que entendí. Desde entonces tengo problemas para tratar con la gente; porque lo primero que hacen para ponerte el pie encima es llamarte con sobrenombres. Es una sutil manera de decir “eres mi perra”. Ha sido así desde el vientre materno. Los apodos tienen que ver con defectos físicos, por lo cual uno tiende a sentirse disminuido cuando escucha que le gritan su apodo. “Ah, mira, ahí viene el Chato”, y el pobre se siente desvalorado por su nariz.
Aprendí a desconfiar de todos, y me precio de no tener amigos. Trato a las personas porque soy educado, y porque dependo de los demás para subsistir; pero de eso a contar con ellos, hay una lejanía; no soporto las risas a mis espaldas, ni mucho menos, porque sé que seguido son a mis espaldas. Prefiero que no me hablen; que nadie quiera acercarse a conversar conmigo, porque siento que voy a terminar a trompadas con él si es hombre, y voy a decir algo para hacerla llorar si es mujer. Odio a la gente; y aquel que me llame Lou, que venga y me enfrente. ¡Cabrones, me llamo Luciano!