Nada de lo que sucede se da de pronto ni de la nada. Tantas son las casualidades que debieron haberse eslabonado para que Luza y Ernesto estén a punto de encontrarse hoy en el súper, que no habría aquí espacio suficiente para enumerarlas todas. Digamos, simplemente, que esto no estaría por suceder si ella no viniera en este momento de su consulta ginecológica, a dos cuadras de aquí. Tampoco si a él no le hubieran cancelado, a última hora, una reunión que seguramente lo tendría todavía ocupado. O si cualquiera de los dos no hubiera tenido el antojo de una cocacola, para acabar pronto. Aquí solo tres factores de una lista infinita, que bien podría llevarnos hasta el origen de los tiempos: porque si el Big Bang no hubiera… pero volvamos mejor con Luza y Ernesto, que esto ya es desvarío y ellos están cada vez más cerca uno del otro.
Ella, que solo busca saciar un antojo repentino, se dirige sin rodeos al pasillo de los refrescos. Él, que entró con lista de compras para llevar algunos básicos a casa, aparece por ahí con un carrito a medio llenar. Aunque en el estante hay tal vez más de 50 botellas de litro, una casualidad más hace que ambos fijen la mirada en la misma; otra, que estiren el brazo hacia el envase con una simultaneidad increíblemente exacta, como si llevaran semanas entrenando para sincronizar sus movimientos.
Entonces, sucede: a punto de chocar zurda con diestra, voltean a verse. Fruncen el ceño –como suele ocurrir cuando el cerebro hace un esfuerzo extra– y, aún sin salir del desconcierto, ella pregunta: ¿Ernesto? Él tarda un poco más, pero al fin cree haber dado con la respuesta. ¿Eres Luza?
Los músculos se destensan, afloran sonrisas y las cocacolas quedan momentáneamente en el olvido. ¿Cómo estás? Bien, ¿y tú? Bien también. ¡Oye, ¿cómo te fue en Cancún?! Ernesto dice que bien, pero se queja de que es muy caro. Las playas increíbles, eso sí. Y mientras habla no deja de verla. Es más morena de lo que creía. También más cachetona y tiene algo de acné. ¿Habrá llegado ya a los 40? Hay gente a la que la trata muy bien la cámara, piensa. Y ahora con los filtros… claro, los filtros. ¿Y tú qué tal?, pregunta, vi que hace poco te cambiaste de trabajo, ¿no? ¿Estás contenta? Luza, que además de oírlo hablar sobre Cancún había estado siendo agredida por una halitosis, no muy severa, pero engorrosamente consistente, hace un esfuerzo para responder como si la boca de su interlocutor oliera a lavanda. Sí, estoy contenta. La verdad ya estaba harta de mi otro trabajo, ¡me negreaban un montón! Luego se retracta: perdón, olvida lo de negrear, lo que quise decir es que me explotaban pésimo… ¿qué tal con mi microrracismo, eh? Pero Ernesto no registra lo del micro...ismo por seguir inspeccionando, ahora el cuerpo de Luza. Ya que lo piensa, cree no haber visto fotos de ella en las que deje ver más abajo de su cuello. No sabe, por tanto, si es gorda o delgada, porque muchas tienen cara de flacas, pero luego resulta que solo es la cara. Luza en ese momento no deja ver mucho porque lleva ropa floja, igual que Ernesto, pero ella, en cambio, sí alcanza a observar que él está medio chichón; a su edad pocos se salvan, piensa, calculándole, fácil, más de 43.
Y entonces, la plática, que había fluido tan bien, se interrumpe de golpe. ¿Acaso era eso todo lo que tenían que decirse dos personas que por primera vez en su vida se tienen frente a frente, después de cuatro años comentándose y dándose likes en redes? Las sonrisas, antes alegres, ahora se ven incómodas. Casi por instinto, Luza recurre al viejo truco de ver el reloj. ¡No manches, es tardísimo! Ambos toman ahora sí sus cocacolas.
Sin saber qué decir para dar fin al encuentro, es Luza otra vez quien mueve la ficha: oye, pues… ¡qué gusto! Igualmente, dice él, ojalá que te siga yendo bien en el trabajo. Sonrisas tímidas… silencio. Gracias, responde ella al fin, y luego agita la mano para decir adiós sin palabras, da media vuelta y se va rumbo a las cajas. Ernesto permanece quieto, viéndole las nalgas. Desparramadas… medio sin forma… baja la mirada y se encuentra con cuatro latas de atún, un six de cerveza, pan de caja y 200 gramos de jamón. Un suspiro autocondescendiente lo saca de sus titubeos y lo empuja hacia ella. A tres o cuatro pasos de alcanzarla, levanta la voz. ¿Tienes planes para este sábado? Si puedes y… te parece bien, te invito a desayunar. O a comer, como tú prefieras.
Dentro de unos minutos, ya en su auto y conduciendo rumbo a casa, Luza lamentará haber dado tan rápido el sí. ¡Va a pensar que estoy súper urgida!, se dirá a sí misma. Pero el lamento no pasará a mayores, pues lo verdaderamente importante será esa cita, ya acordada, para el fin de semana.
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