La noche sería un pedazo de muerte sin la luna. Ahora que lo sabes te abandonas a la contemplación del manantial y, como sucede siempre que una mujer la mira de fijo tanto tiempo, su temperatura aumenta. La luna se dilata y el caudal de vida pierde proporción. Entonces te entra por los ojos el deseo ferviente de cantar muy alto, de beber en un trago la mezcla de todos los vinos, de abrazar a alguien y hacerle el amor mientras recuerdas aquel poema que tan bien describe la forma en que amas.
La algarabía te incendia, pero no sabes aún todo lo que ocurre cuando se recibe vida en sobredosis. Que las horas de insomnio se pueblan de inquietud y se hace muy difícil el descanso; que se adhiere a los labios una sed incurable; que se crispan los nervios, el miedo anida y es posible hallar fantasmas en la cara de quien te besa sin cerrar los ojos; que dan muchas ganas de querer, de entregarse creyendo cualquier cosa (en las ganas y en la entrega se incuba la desgracia); que se llora mucho y uno termina por sentirse solo, ahogado de vida, pero solo, a mitad de una corriente cuyo desagüe moja tierras lejanas a la cordura.